“Rusia no inicia las guerras, las termina”, se lee en un cartel de Vladimir Putin en Simferopol, Crimea, el 10 de marzo.
La invasión de Vladimir Putin a Ucrania ha cambiado el mundo. Estamos viviendo tiempos nuevos y más peligrosos: la era posterior a la Guerra Fría, que comenzó con la caída del Muro de Berlín, ha terminado.

Es raro vivir un momento de gran trascendencia histórica y comprender en tiempo real lo que significa.
En noviembre de 1989, me paré en una plaza de Wenceslao cubierta de nieve en Praga, la capital de lo que entonces era Checoslovaquia, y vi nacer un nuevo mundo.
Los pueblos de la Europa oriental comunista se habían levantado desafiando sus dictaduras. El Muro de Berlín había sido derribado. Una Europa dividida se volvía a unir.
En Praga, el dramaturgo disidente Vaclav Havel se dirigió a una multitud de 400.000 personas desde un balcón del segundo piso. Fue un momento emocionante, vertiginoso.
Esa noche, el régimen comunista se derrumbó y, en cuestión de semanas, Havel fue presidente de un nuevo estado democrático. Sentí, incluso en ese momento, que había visto girar el mundo, que era uno de esos raros momentos en los que sabes que el mundo se está rehaciendo ante tus ojos.

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¿Cuántos momentos así había habido en la historia de Europa desde la Revolución Francesa? Probablemente, pensé entonces, alrededor de cinco. Este, 1989, fue el sexto.
Pero ese mundo, nacido en esas dramáticas revoluciones populares, llegó a su fin cuando Putin ordenó a las fuerzas rusas entrar en Ucrania.
El canciller alemán, Olaf Scholz, calificó este momento de zeitenwende, un punto de inflexión, mientras que la secretaria de Relaciones Exteriores del Reino Unido, Liz Truss, dijo que era un “cambio de paradigma”. La era de la complacencia, dijo, había terminado.

Momentos cruciales en la historia de Europa


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- 1789: Revolución Francesa. Monarquía derrocada, república fundada
- 1815: El Congreso de Viena redibuja el mapa de Europa, restablece el equilibrio de poder y marca el comienzo de décadas de paz tras la agitación de las guerras napoleónicas
- 1848: Una ola de revoluciones liberales y democráticas en toda Europa
- 1919: Tratado de Versalles. Nuevos estados nacionales soberanos independientes reemplazan a los viejos imperios multinacionales
- 1945: Yalta: las grandes potencias acuerdan dividir Europa en “esferas de influencia” occidentales y soviéticas. Cae el Telón de Acero por todo el continente
- 1989: Las revoluciones democráticas en la Europa del Este dominada por los soviéticos derriban el Telón de Acero. La Unión Soviética colapsa dos años después. Vladimir Putin llama a esto la “mayor catástrofe del siglo XX”



Quentin Sommerville, uno de los reporteros de guerra más experimentados de la BBC, caminó recientemente entre los escombros en Járkiv y dijo sobre el bombardeo ruso: “Si estas tácticas no le son familiares, entonces no ha estado prestando atención”.
Debería saberlo. Él pasó suficiente tiempo bajo los cohetes rusos en Siria como para prestar atención. Pero los gobiernos del mundo democrático, ¿cuánta atención han estado prestando a la naturaleza del régimen de Putin?
La evidencia se ha ido acumulando durante años.
Han pasado dos décadas desde que envió tropas a Georgia, alegando que estaba apoyando regiones disidentes.
Más tarde, envió espías a ciudades británicas, armados con agentes neurotóxicos para asesinar a los rusos exiliados.
En 2014, invadió el este de Ucrania y se anexó Crimea.
A pesar de todo esto, Alemania y gran parte de la Unión Europea (UE) se encerraron en una dependencia malsana del gas ruso. Un año después de la anexión de Crimea, aprobaron la construcción de un nuevo oleoducto, Nord Stream 2, para impulsar el suministro.
La “complacencia” a la que Liz Truss se refiere también afecta a su propio país, Reino Unido.
Londres ha sido un refugio seguro para el dinero ruso desde que John Major fue primer ministro. Los oligarcas rusos han estacionado miles de millones en la capital inglesa, lavaron su dinero, compraron las casas privadas más prestigiosas, socializaron con políticos y donaron a sus fondos de campaña.
Se hicieron pocas preguntas sobre el origen de su vasta riqueza, adquirida tan repentinamente.
Así que no. Las democracias occidentales no han estado “prestando atención” a la naturaleza de la amenaza que se ha estado incubando en su frontera oriental.
Pero Putin también ha sido complaciente.


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En primer lugar, creía que Occidente estaba en declive crónico, debilitado por la división interna y el rencor ideológico. Vio la elección de Donald Trump y el Brexit como una prueba de ello.
El surgimiento de gobiernos autoritarios de derecha en Polonia y Hungría fue una prueba más de la desintegración de los valores e instituciones liberales. La humillante retirada de Estados Unidos de Afganistán fue la prueba de un poder menguante que se retiraba del escenario mundial.
En segundo lugar, malinterpretó lo que estaba sucediendo en sus fronteras.
Se negó a creer que una serie de levantamientos democráticos en las ex repúblicas soviéticas -Georgia (2003), Ucrania (2004-5) y Kirguistán (2005)- pudieran ser expresiones auténticas de la voluntad popular.
Como cada una tenía por objetivo eliminar a los gobiernos pro-Moscú corruptos e impopulares, al Kremlin le pareció evidente que se trataba del trabajo de las agencias de inteligencia extranjeras, los estadounidenses y los británicos en particular: el avance del imperialismo occidental en un territorio que era legítimamente e históricamente ruso.
En tercer lugar, no ha logrado comprender a sus propias fuerzas armadas. Ahora está claro que esperaba que esta “operación militar especial” terminara en unos días.
La incompetencia militar de Rusia ha asombrado a muchos expertos en seguridad occidentales. Me trae ecos de una guerra más pequeña, más manejable, pero no obstante devastadora, en la antigua Yugoslavia.
En 1992, los nacionalistas serbios iniciaron una guerra para estrangular al recién nacido estado independiente de Bosnia.
Argumentaron que la identidad bosnia era falsa, que el estado bosnio no tenía legitimidad histórica, que en realidad era parte de Serbia. Es exactamente la visión de Putin sobre Ucrania.


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Al igual que Rusia en la actualidad, las fuerzas serbias disfrutaban de una abrumadora superioridad militar.
Pero con frecuencia se paralizaron en aquellas zonas donde los bosnios ofrecían resistencia. Parecían incapaces de apoderarse de pueblos o ciudades, poco dispuestos a luchar calle por calle, en el terreno.
Los defensores bosnios estaban inicialmente muy mal equipados: recuerdo a niños con zapatillas de tenis en las trincheras de Sarajevo con un AK-47 cargado entre tres. Pero defendieron su capital durante casi cuatro años.
Hay una resolución similar en los jóvenes que se ofrecen como voluntarios para defender Kiev.
Al final, en lugar de tomar las ciudades y pueblos, los serbios los sitiaron, rodeándolos, bombardeándolos, cortando el agua, el gas y la electricidad.
Ya está sucediendo en Mariúpol.
Asedia una ciudad y corta el suministro de agua y, en 24 horas, todos los retretes son un peligro para la salud pública. Los ciudadanos tienen que salir a la calle para encontrar tomas de agua y llenar recipientes solo para tirar de la cadena.
Corta la electricidad y te congelas en tu propia casa. Pronto se acaba la comida. ¿Es eso lo que los rusos pretenden hacer en Mariúpol, Járkiv, Kiev? ¿Matarlos de hambre hasta la sumisión?
Sin embargo, casi cuatro años de esta crueldad le dieron a la nación bosnia una narrativa fundamental de resistencia, sufrimiento y lucha heroica.
La identidad de Ucrania también se fortalecerá aún más por la forma en que los ucranianos están luchando.
Los rusoparlantes en Ucrania no se han sentido “liberados” por la invasión. La prueba es que ellos también creen en Ucrania como un estado soberano.
La guerra de Putin, cuyo objetivo es reunificar lo que él considera dos partes de la nación rusa, ya está teniendo el efecto contrario: fortalece la voluntad de la mayoría de los ucranianos de buscar un destino libre de la dominación rusa.


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En 1994, mientras la guerra en los Balcanes aún estaba en su apogeo, el resto de Europa del Este miraba hacia el futuro: cada nación estaba ansiosa por tomar lo que veía como su lugar natural en una Europa de estados soberanos independientes en paz entre sí.
Pero todavía estaba lejos de ser seguro que a alguno de ellos se le permitiera unirse a la OTAN.
Hubo un debate, en ese entonces, sobre si las naciones de Europa del Este recién liberadas deberían formar un tercer bloque de seguridad, para actuar como un amortiguador entre la OTAN y Rusia.
Rusia era débil en la década de 1990 y las naciones que habían soportado la ocupación soviética durante 40 años no confiaban en que permanecería débil por mucho tiempo. Al final, querían por lo menos ser miembros de la OTAN.
Bajo la presidencia de Bill Clinton, Estados Unidos siguió adelante con la expansión de la OTAN. Se dijo que el presidente ruso Boris Yeltsin, que se veía a sí mismo como un aliado leal de Clinton, se enfureció cuando supo -en una conferencia de prensa- que la OTAN planeaba admitir nuevos miembros sin consultar a Moscú.
Y el derribo del Telón de Acero había planteado una nueva pregunta geopolítica: ¿hasta dónde se extiende el mundo occidental hacia el este?
La BBC me encargó que hiciera un viaje en auto a través de Polonia, Bielorrusia y Ucrania para abordar esa cuestión: “¿Dónde estaba el borde oriental del mundo occidental?”
Fui al pabellón de caza en Bielorrusia donde, a finales de 1991, el presidente de la Federación Rusa, Boris Yeltsin, se reunió con sus homólogos de Ucrania y Bielorrusia. Aquí, acordaron reconocer a las repúblicas soviéticas de cada uno como estados-nación independientes.
Luego llamaron al líder soviético Mijaíl Gorbachov y le informaron que el país del que era jefe de estado, la Unión Soviética, ya no existía.
Fue un momento lleno de peligros y oportunidades. Para Bielorrusia y Ucrania, era la oportunidad de liberarse del dominio de Moscú: la dominación del imperialismo ruso tanto en su forma zarista como soviética.
Para Yeltsin, representó la oportunidad de liberar también a Rusia de su papel histórico como potencia imperial.


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Reino Unido y Francia habían dejado de ser potencias imperiales después de la Segunda Guerra Mundial, como lo había hecho Austria después de la Primera Guerra Mundial.
En Turquía, Kemal Ataturk había construido una república secular europea moderna, un estado-nación turco, después de que el multiétnico Imperio Otomano fuera derrotado y desmembrado en 1918.
¿Podría Boris Yeltsin hacer lo mismo: construir un estado-nación ruso moderno, en paz con sus vecinos soberanos, sobre las ruinas del imperio soviético?
A principios de la década de 1990, comenzó su experimento de occidentalización para tratar de convertir un poder imperial en un estado democrático.
Pero la carrera -alentada por las democracias occidentales, ansiosas por oportunidades de inversión- para convertir una economía esclerótica controlada por el estado en un sistema de libre mercado fue desastrosa.
Creó el capitalismo mafioso. Una pequeña élite se hizo extraordinariamente rica saqueando los activos de las principales industrias, especialmente del petróleo y el gas.
Las tornas finalmente cambiaron en 1998. La economía colapsó, el rublo perdió dos tercios de su valor en un mes y la inflación llegó al 80%.
Yo me paré junto a una pareja de mediana edad en la cola en un banco de Moscú. Querían sacar su dinero en dólares o libras, cualquier cosa que no fuera rublos. La cola era larga y lenta y, cada pocos minutos, un empleado del banco cambiaba el tipo de cambio que se mostraba, a medida que el rublo se desplomaba aún más.
La gente podía ver cómo los ahorros de toda su vida caían de valor a cada minuto. La pareja se acercó al principio de la cola cuando, de repente, se cerraron las persianas: no quedaba dinero en efectivo.


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FUENTE: bbc.com/mundo